domingo, 8 de marzo de 2009

De diario...

Viernes. Cinco y media de la mañana. Te vuelves a despertar con las pesadillas que llevabas sufriendo durante varios meses, justo después de conseguir un estado de bienestar en el que no las sufrías. Ya no te acordabas de lo que era sentir miedo al despertarte, ya no te acordabas de lo que era estar más pálido de lo que realmente eres... No recordabas lo que era el sudor frío resbalándote por la espalda y empapando la camiseta del pijama, mientras tu respiración es agitada.

Vuelves a levantarte sobresaltado y con dos lágrimas recorriéndote las mejillas, inconscientemente. No te sientes con fuerzas para guardarlas ésta vez. Sientes ganas de pegar un berrido, sin embargo no lo haces, pensando en el tirano de tu padre, tu madre y tu hermano pequeño. Suspiras y te llevas de nuevo las manos a la cabeza, encogiéndote y arropándote en las mantas, desesperado por encontrar refugio en ti mismo, sabiendo que nadie puede ayudarte a superar eso por lo que estás pasando. El calor de las mantas te invade, pero sólo hace incrementar el sudor frío... La oscuridad te rodea. El único refugio en el que te sientes seguro. Te abrazas a la almohada. La acción más triste y patética a la que puedes recurrir en ese momento: Abrazar algo.

Eres patético, piensas mientras te mantienes abrazado al apoyo para la cabeza.

Las seis. Hora de levantarte. Te vistes, sales de casa a toda velocidad, con la mochila y la bolsa de deportes a rastras, para ir al gimnasio. No te gusta. No te hace gracia siquiera... Pero necesitas el contacto humano real de una manera u otra. Llegas al gimnasio y lo ves vacío, como de costumbre a esas horas, a excepción de la recepcionista, que se aparta asustada de ti. No comprendes el por qué. Intentas ser amable con todos. Intentas ser querido por alguien. Intentas de todo, pero nunca consigues nada más que una bofetada emocional tras otra. Suspiras y vuelves a entrar, preguntándote por qué la gente se aparta a tu paso. ¿Eres muy grande? ¿Excesivamente feo? ¿Tu ropa? No lo sabes. Nunca lo supiste, ni lo sabrás...

Terminas el gimnasio y te vas al instituto, dejando la bolsa de deportes en casa por segunda vez, y vas directo a lo que sueles llamar “infierno”. Coges el autobús como de costumbre, y notas una extraña sensación punzante en el pecho. No es dolor, sino... Algo emocional. No físico. Desde hace ya muchos meses, notas esa cavidad vacía completamente, oscura y con las luces de tu ánimo apagadas por completo...

Pones el reproductor de música a todo volumen para evitar escuchar a las adolescentes taradas del autobús y a los chulos del fondo haciendo el tonto entre ellos, o al yoqui de al lado roncar, mientras te aferras a una de las barras de hierro pintado de amarillo chillón con fuerza para no caerte, aunque en esos momentos es cuando deseas romperte el cuello, ya que sabes que tu vida, sentimental, social, física y de todo, son una mierda.

Bajas del autobús y llegas al instituto. Comienzan las clases. Seis horas de lenta agonía, acompañadas de otra media hora por el recreo, el peor momento del día, sin lugar a dudas.

Terminas las clases y ves cómo todos tus compañeros se marchan con su pareja, sus amigos, o sencillamente, hablando con su compañero de mesa. Coges los libros que te hacen falta para el resto del fin de semana, mientras la profesora de química te grita, histérica perdida: “¡¡Vamos, apura!! ¡No quiero quedarme aquí encerrada contigo!”. Bufas con rabia y le respondes de la manera más arisca que puedes:

“Ya voy, ya voy...” y añades por lo bajo un “...Zorra sifilítica” que ella no puede oir, mientras cierras la cremallera de la mochila. Te la cargas a la espalda y notas el “peso del conocimiento” tirando de ti hacia atrás, aunque eres lo bastante fuerte como para resistirlo. Sales con paso lento poniéndote los cascos con rapidez y aumentando el volumen del aparato.

Para terminar de mermarte tus escasos ánimos, la canción más triste de todo el repertorio que tienes. Te resignas y sigues tu camino, saliendo del edificio, dirección a casa.

Percibes las miradas de miedo y de asco de la gente, mientras se apartan a tu paso, evitando estar a más de dos metros de ti.

Las notas tristes del piano que toca la canción no hacen más que hacer que te compadezcas aún más de ti, o que te odies más, ya que odias la compasión... Tu propia compasión.

“Muerte, espera un momento...” Piensas hacia ti mientras la voz melodiosa de Víctor García suena en tus oídos acompañadas de las notas del piano de Manuel Ramil. “...Que pronto han de volver!” Concluyes al compás de la canción, cabizbajo, deseando que lo que habías pensado fuese cierto.

Notas un golpe en tu espalda, violento y con fuerza, casi dispuesto a tirarte. Ves a los cinco o seis chulos de clase riéndose a coro, acompañados de sus amiguitos, sacándote la lengua y haciendo los cuernos con las manos. Aprietas los puños y tensas los músculos del cuello, mientras en tus ojos se vislumbran atisbos de ira. Identificas al que parece el “macho alfa” de la manada de memos. En el centro, el que más voz tiene, y por ende, el más corpulento. Le atizas un sopapo en la cara que lo dejas tirado en el suelo, y sin embargo sus compañeros no hacen nada por ayudarle.

Queda demostrado el maravilloso comportamiento de compañerismo que existe entre personas. Le atizas una patada en las costillas al caído y te das la vuelta, mientras sus compañeros, ya escarmentados, miran cómo te alejas.

No puedes evitar tener cierta satisfacción, a pesar de que sepas que está mal lo has hecho. Pero ese chaval se lo merecía.
Llegas a casa y escuchas cómo tu padre le grita a tu hermano por no haber sacado mejor nota en un examen de matemáticas, a pesar de que lo haya aprobado. Suspiras y evitas el contacto humano con ellos, antes de que tu estado de ánimo vaya a peor y te metes en tu habitación con pesadez, dejando caer la mochila en el suelo y quitándote la chupa de cuero, dejándola encima de la silla de estudio. Enciendes el portátil y empiezas a hacer lo poco que te mantiene en pie en esos momentos: Hablar.

La poca gente que te aprecia, a miles de kilómetros, intenta darte ánimos, unas con mayor intensidad, mientras que otras se limitan a reírse y a contarte lo maravilloso que es su ídolo, consiguiendo sólo ponerte de mal humor.
Sin embargo, siempre está ahí esa persona que te ayuda. Se lo agradeces con todo el alma, y sin embargo, quieres hacer algo más para agradecérselo, pero no puedes. Nunca puedes...

No hay comentarios:

Publicar un comentario