lunes, 14 de septiembre de 2009

Y entonces es cuando te das cuenta...

Y empieza un nuevo curso. Diez de la mañana, tras encontrarme con los que serían mis compañeros y pensar un “pobrecito yo”, me dispongo a subir a clase a ser torturado por lo peor que me ha podido pasar nunca; el bachillerato. Muchos dicen que es la mejor etapa del instituto, porque conoces más gente, pero no es mi caso. Sigo con los doscientos subnormales de toda la puta vida, cada año más degenerados que el anterior, y con aún menos neuronas, pues para ser felices, necesitan meterse con el que es distinto a ellos, el blanco fácil, el que anhela estar solo ante todo porque tiene miedo de que le hagan nada esa pandilla de abusones disfrazados de estudiantes de bachillerato.

La gente solía asegurarme que también encontraría buenos amigos, gente buena y simpática… No sabían cómo se equivocaban. Vaya si no lo sabían. ¿Gente nueva? Jé, que me vais a contar. Las cuatro putas de turno, rubias de bote y sus dos chulos con el oro de los tontos en sus dedos, pero claro, todos sabemos que este mundo es de los imbéciles, uséase, la gente autodenominada “normal”, o en su defecto, los que somos “distintos” a ellos, sus vasallos, condenados a ser burlados, golpeados y humillados, sin posibilidad de poder defendernos, ya que, si lo hacemos, la culpa es nuestra por haberles hecho estallar los dientes, y nos empezarían a acusar de delincuentes, psicópatas, satánicos, yonquis, anarquistas, incultos, o lo que es peor, nadie. La opresión, además de ser externa, la sientes en tu corazón, tu frágil y dolido corazón de incomprendido; abofeteado emocionalmente sin reparo, mientras buscas refugio en el corazón de otra gente que esté igual o peor que tú, sólo para animarte y no morir ahogado en tu propio vómito y desgracia, a la par que buscas consuelo en la fantasía, en tus juegos, en otra gente, que, aunque igual a ti, han sabido anteponerse a la adversidad y salir adelante, al contrario que tu ilustre –nótese el sarcasmo, amigos- persona, que está sumida en una depresión de la que no eres capaz de salir, pues no tienes manos amigas que tiren de ti en tus peores momentos, y levantarte y salir de ese hoyo en el que te han tirado resulta tan difícil y tedioso… Es completamente imposible hacerlo solo, y más después de gastar toda tu ya de por sí escasa vitalidad en los años pasados, mientras la gente lo mejor que sabía hacer era… Menospreciarte. Sí, no lo digo en broma. Durante dieciséis años, te has visto envuelto en la más profunda miseria, sin un solo amigo, un familiar o alguien que quisiera ayudarte siquiera. Buscas y buscas, pero no lo encuentras. Ya desde los cuatro o cinco años, prácticamente eres un cero a la izquierda porque ha nacido tu hermano y te dejan a ti tirado en tu habitación, haciendo que te busques la vida hasta para ir al cuarto de baño y no colarte por el agujero del retrete. Los años pasan, y sigues igual de mal. Empiezas la educación primaria, y con ello, tus primeras complicaciones en el “cole”. Empecemos por lo básico. Sumas y restas.

Sí, esas extrañas operaciones en las que te ves obligado a decir “tanto más tanto es tanto” o “Esto menos esto otro es esto”, y tú no logras comprender porqué las cosas son así, pero por narices tienes que aprenderlo, es la base de tu supervivencia en este mundo gobernado por gente “tan” inteligente que ha aprendido a sumar y a restar antes que tú. Luego, tus compañeros. Desde pequeños, los profes te decían que “debías llevarte bien”, pero nunca lo lograbas, los niños eran crueles, y nunca te daban una mínima muestra de afecto, ni te dirigían la palabra siquiera, y si lo hacían, era para llamarte “rubio bote”, “niñato tarado”, “Loco caca” –Dentro de su “inocencia”…- o cosas peores, y a medida que ibas creciendo, esos insultos iban siendo cada vez más crudos y dirigidos hacia ti con mayor y mayor dureza, hasta llegar al extremo de “hijo puta” a los ocho ó nueve años, que al principio te hacían rabiar, pero que finalmente, tu acababas pasando olímpicamente de lo que te dijesen, pues ¿qué más me dará lo que me insulten? Sigues creciendo por tu cuenta, relegado del mundo exterior, mientras tratas por todos los medios mostrar una máscara de dureza que se te queda excesivamente grande y de la que no quieres desprenderte, aunque seas más blando que un pedazo de pan recién horneado en el mejor de los hornos gallegos, aunque necesitas con una prioridad imperiosa mostrarte reacio a ser como realmente eres, aunque te guste lo que haces. El tiempo sigue pasando, hasta que empiezas la eso. Sigues solo, y la gente ha crecido y perdido esa supuesta inocencia que tenían antes, si es que tenían una mínima pizca de eso siquiera, cosa bastante dudosa, viendo su actitud contigo desde años atrás. Sin embargo, esta vez ya no se limitan a insultarte y a apartarse de ti, sino que un selecto grupo de esa “gente normal” se dedican a perseguirte, primero de forma verbal y después…

Te golpean. Tú te decides a defenderte, después de largarlos muchas veces a grito pelado, y sin embargo, la culpa la llevas tú, porque eres distinto, por mucho que diga el resto de la gente de que eres un mal bicho, un agresivo y un psicópata. Ahora la gente se dirá… Siempre queda la familia.

Pues creedme… Jamás queda la familia, jamás. En tu caso nunca queda la familia, siempre has sido un mísero cero a la izquierda que no tiene mejor función que sentarse en una silla cualquiera, delante de una pantalla lavacerebros a buscar lo que nosotros comúnmente llamamos “felicidad”…

Aunque ese estado sea breve y quimérico.

Entonces, es cuando te das cuenta de una cosa. Eres patético.

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